Por: Aarón Mariscal [1]
El 14 de julio de 1789 es una fecha simbólica: representa el inicio del orden político moderno y el fin del ‘Antiguo Régimen’. Pareciera que, de acuerdo con la historiografía convencional, el pasado está repleto de monarquías malas y el presente se goza en democracias buenas.
Según nos cuentan, antes todo era oscurantismo y superstición, mientras que gracias a la Revolución Francesa se nos trajo la ciencia y el progreso. De hecho, los revolucionarios pusieron a una prostituta en un altar para adorarla en representación de la diosa Razón.
Ante todo, es importante cuestionarnos un poco ciertas cosas para ver si realmente estamos conociendo la verdad o solo propaganda. El terror de Robespierre y los jacobinos, la persecución a los campesinos católicos, el genocidio de Vandea, y la persecución y asesinato de muchos sacerdotes y monjas, constituyen algunos elementos clave para desconfiar de la exaltación de la Revolución.
Después de todo, una de las instituciones más involucradas en la resistencia contra la Revolución Francesa fue la Iglesia Católica. Por ejemplo, mediante la carta encíclica Charitas, el Papa Pío VI condenó la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano y la Constitución Civil del Clero.
La razón de la condena era que estos documentos postulaban el reemplazo del culto a Dios por el culto al hombre, se pasó del teocentrismo al antropocentrismo, hasta llegar a la intromisión del Estado en asuntos de la Iglesia. O como explica Miguel Poradowski: «Por la Revolución Francesa, la Civitas mundi pretende ocupar el lugar de la Civitas Dei, no solamente en Francia, sino en todo el mundo».
Los fieles cristianos, en obediencia a la Iglesia y seguros de que tenían razón, fueron a combatir contra los revolucionarios y en defensa de la monarquía católica. En consecuencia, fueron duramente reprimidos y tuvieron experiencias trágicas como el genocidio de Vandea o el martirio de las monjas de Compiègne.
Destacan en esta resistencia contrarrevolucionaria líderes como Henri de la Rochejaquelein, Maurice d’Elbée, Jacques Cathelineau o François de Charette. Pero para mayor precisión, autores como el argentino Rubén Calderón Bouchet en su libro La Revolución Francesa pueden ayudarnos a tejer los hilos de este evento tan significativo para la historia mundial.
Se dice que esta Revolución otorgó el poder al pueblo y conquistó grandes derechos, pero lo cierto es que el poder no pasó a manos del pueblo: pasó a manos de la burguesía. Una vez acontecida la Revolución, no hubo democracia inmediatamente, es decir, se sucedió dictadura tras dictadura hasta que llegó Napoleón Bonaparte a ‘moderar las cosas’.
Además, el gobierno revolucionario francés declaró la guerra a Austria y, para pelear, convocó a treinta mil campesinos ubicados al oeste del país. Antiguamente, el servicio militar no era obligatorio, porque era todo un honor luchar por la patria; después de la Revolución, se hizo obligatorio.
Con la Revolución Francesa, se ejecutó a miles de religiosos, se impuso el divorcio y se equiparó a los hijos legítimos e ilegítimos. Había 300 Iglesias en París en 1789 y después de la Revolución quedaron tan solo 30. Esto es solo un pantallazo de los horrores que trajo la Revolución Francesa. Que sirva para indagar más y más, tanto en sus causas como en sus consecuencias. No por nada, expertos en el tema aseguran que un triste evento como este representa cómo el hombre se exalta a sí mismo en un acto de soberbia profunda y rebelión contra Dios.
[1] Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la UAGRM.