La evaluación docente constituye un ámbito de especial interés para la educación, en tanto se halla vinculado al mejoramiento de los procesos de enseñanza y el logro de aprendizajes significativos; el desempeño pedagógico en el espacio académico en el que circulan la producción y desarrollo de conocimientos. Representa la oportunidad de dar cuenta de aquellas acciones que convierten el trabajo del docente en objeto de análisis y reflexión sobre la cotidianeidad que guía su actuación como agente educativo transmisor de saberes, sin dejar de mirar y comprender aquello que efectivamente acontece en el aula y en la vida académica.
Sin duda, una dificultad de primer orden está dada por su carácter polisémico en su definición y alcance asociadas a ella (valorar, juzgar, verificar, medir, estimar, interpretar, comprender, conocer, comparar, aprehender, cifrar, apreciar, etc.). Desde una tradición clásica fue empleada con fines de comprobación y evidencia de aprendizajes logradas en los estudiantes resultantes de procesos instructivo-formativos desplegados por el docente; la posibilidad de emitir juicios de valor sustentados en datos objetivos e información pertinente y suficiente que permita determinar en qué medida se han cumplido los objetivos y metas de calidad estandarizadas por las instituciones educativas. Tal orientación fue ampliamente influencia por modelos cuantitativos y mentalidades tecnocráticas donde la evaluación era concebida como instrumento de control y medición. Progresivamente pasa a ser vista como un instrumento eficaz que posibilita la retroalimentación y acompañamiento del proceso enseñanza-aprendizaje; el valor y sentido del hecho educativo, así como la comprensión holística de la cotidianeidad del espacio académico.
Más allá de producir reflexiones sobre los objetivos y fines de su aplicación, debe interesarse en analizar y detectar si tal o cual práctica docente se adecúa efectivamente a las particularidades de un grupo y a las necesidades de los estudiantes; la identificación de dificultades en la enseñanza, la planificación y programación educativa; además de examinar reflexivamente las fortalezas y debilidades de desempeño con el propósito de implementar acciones de mejora continua de resultados educativos.
De ahí que evaluar implica, por un lado, reflexionar acerca de la actuación docente en el espacio académico y por otro, analizar el despliegue y producción de prácticas en el aula. En esa dirección, resulta imposible no estar expuestos a las críticas de actores que, a modo de comunidades académicas, promueven apreciaciones que desnudan falencias y debilidades, pero al mismo tiempo, sugieren estrategias y medidas correctivas producidas desde la experiencia compartida; así como la profundización del debate acerca del modo o las formas de efectivizar la evaluación.
Lo cierto es que la evaluación debe asumir un carácter integral que coadyuve al desarrollo del proceso educativo, además de prescribir el horizonte desde el cual sea posible evidenciar cambios sustanciales en la formación de nuestros estudiantes. Un proceso que, a modo de acompañamiento, exprese nítidamente que tanto docentes como estudiantes, estamos para aprender y mejorar continuamente nuestros roles y capacidades. Tales ejercicios implican, por un lado, promover “automiradas” crítico-reflexivas sobre la propia práctica pedagógica y, por otro, estar continuamente expuestos a examinaciones por pares académicos, estudiantes y la comunidad en general que, lejos de promover críticas, cuestionamientos y polémicas, representen espacios enriquecedores de crecimiento, mejora e innovación tan esenciales para repensar los objetivos y metas de una evaluación integral que involucra tanto a docentes como a estudiantes; que sea referencial –por tanto no definitoria- para evidenciar progresos en los estudiantes al igual que la aplicación de buenas prácticas para los docentes y, sobre todo autentica, en tanto sea capaz de favorecer la procesos de aprendizaje autónomos.
Entonces, el desafío es consolidar una evaluación que supere definitivamente la mera calificación centrada en privilegiar la memoria y la repetición por otra centrada en el acompañamiento de procesos de construcción de aprendizajes significativos, resaltando la importancia de la relación intrínseca de la teoría y práctica, así como evidenciar aquello que efectivamente los estudiantes saben hacer, crear, construir y argumentar de manera fundamentada. O, lo que es lo mismo, cuando un buen docente logra que sus estudiantes aprendan y alcancen rendimientos académicos óptimos, resulta innecesario observar el trabajo de cada docente para valorar su propio desempeño; pues será suficiente realizar inferencias a partir de los rendimientos alcanzados en un determinado periodo de tiempo.
M.Sc. MARCELO CHINCHE CALIZAYA
DOCENTE e INVESTIGADOR
COLUMNA ENTRELINEAS
C.I. 4391643-Cbba
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