Los seres humanos nos caracterizamos por ser inmaculadamente sociables. Así, nuestras actividades giran en torno a la convivencia pacífica y armónica con otras personas; sean en comunidades, barrios, universidad, familia y demás instituciones, donde nuestras actuaciones quedan reguladas por una serie de preceptos normativos, morales, éticos y jurídicos. Este último, estriba en establecer consecuencias que van desde la calificación negativa de la conducta tolerada y la decisión de permitir esa conducta como situación de hecho; sin perder de vista –claro está- el “ius divinum”, que representa la garantía del tolerar comportamientos determinados.
La tolerancia junto con el saludo, solidaridad, honestidad, entre otros, son normas morales que permiten vivir en confraternidad con los demás; no teniendo estas un carácter obligatorio sino más bien opcional. Por el contrario, las normas legales, son de carácter coercitivo y sancionatorio en caso de incumplimiento, tal como se puede establecer en el código penal que, por ejemplo, condena el asesinato con la pena máxima de 30 años de cárcel.
Dentro este marco legal de normas y garantías constitucionales, se encuentran protegidos los derechos a la vida, la libertad, la dignidad, trabajo, libertad de expresión, diversidad cultural y otros que están enmarcados en la Declaración de los Derechos Humanos, siendo estos inalienables, inviolables e inherentes a todo ser humano. El ejercicio de tales derechos, queda al menos plenamente garantizados en un estado democrático, donde las diversidades culturales, sexuales, religiosas han sido reconocidos e incluidos. Sin embargo, pese a ello, podemos encontrar conductas que vulneran los derechos mediante actos de homofobia, xenofobia, transfobia, discriminación y racismo, contra los cuales definitivamente no podemos estar de acuerdo.
Si bien la tolerancia es una virtud de la democracia, la cual consiste en el respeto a la diversidad sea cultural, ideológica y de pensamiento; ésta no puede ser admitida cuando existe la violación flagrante de derechos humanos. Más allá de disonancias que pudieran emerger, queda claro que cualquier postura u opinión que tengamos sobre distintos aspectos de la realidad son importantes, pues reflejan posicionamientos críticos tan vitales para seguir construyendo la cultura de paz, la vida en comunidad y armonía.
De ahí que nuestro derecho al disentimiento se encuentra justificado cuando se trata de defender derechos fundamentales, donde tolerar una opinión distinta a la nuestra, conlleva asentir incluso con aquello que estamos en desacuerdo. Aquí es importante señalar que, desde el punto de vista positivo, la “tolerancia es la construcción de una sociedad en la diversidad”.
Sin embargo, no es lo mismo tolerar una opinión de pensamiento que tolerar una violación de los derechos. La tolerancia es una virtud de la democracia, cualquier exceso podría conducir a un enfoque del totalitarismo, fanatismo, caudillismo, populismo y demás degeneraciones a las “formas de gobierno” que han existido en el mundo; así como de las religiones, cuya ideología radical ha dejado muerte, violencia e infinidad de males a la humanidad.
Al ser un valor que, en lo moral, permite enriquecernos al aceptar las diversidades culturales; trae consigo implicancias de orden subjetivo y objetivo que, al momento de externalizarse, tiene sus límites en los derechos humanos cuya naturaleza inalienable e inviolable debe mantenerse incólume, evitando su transgresión.
La educación al igual que las demás instituciones sociales, están llamadas a contribuir y fortalecer la tolerancia como valor concreto, donde la persona se vea en la obligación de cumplir un deber o ver limitada alguna de sus libertades de modo abrumador para su dignidad, por un lado, y, por otro, la expresividad plural de pensamiento constituye un pilar fundamental para construir la cultura de paz y una sociedad cada vez más justa y humana.
Dra. Paulina Medrano Salvatierra
DOCENTE UNIVERSITARIA – UMSS
C.I. 3789710-Cbba
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